OpinanDO
El Puente: Un cuento de navidad
En los tiempos gloriosos en que los patriarcas del clan aun estaban de pie, al frente de la numerosa parentela y dirigiendo con mano firme y ejemplarizadora los asuntos más prioritarios para el conglomerado, los encuentros en familia ocupaban la atención principal, a tal extremo que no había otra celebración que pudiese opacar el brillo de la tan esperada festividad navideña y de manera especial la apoteósica Fiesta de Los Reyes.
Temprano del mes, Papasito anunciaba con bombos y platillos la que habría de ser la fecha de partida desde la ciudad Capital hasta el venerado campito de Pueblo Nuevo, en un punto remoto de la provincia Dajabón, en los linderos más extremos de la frontera dominico haitiana.
Crecí en ese ambiente. Me forjé en el calor familiar y aprendí a amar con todas las fuerzas de mi ser aquel ambiente festivo, de armonía y de efusividad en donde todos los participantes llevaban estampado, de una forma u otra, el orgullo por la raza y el apellido o se encontraba emparentado de alguna manera con los integrantes del núcleo familiar.
Por ello, cuando mi progenitor anunciaba a voz en cuello lo que para él constituía el mejor regalo de navidad y Reyes que podía ofrecernos a sus hijos, todos a una acatábamos la auspiciosa convocatoria y de inmediato comenzábamos a organizar el equipaje con el vestuario más adecuado para la prolongada estancia en la tierra prodiga, amada y venturosa de la frontera, adicionando algunos regalos y presentes para serles obsequiados al numeroso ejército de primos que siempre esperaba con agrado nuestras muestras de cariño.
En llegando el día, los bocinazos del vehículo que habría de transportarnos alteraba la taciturna tranquilidad mañanera de la barriada capitaleña del Ensanche Espaillat, dando inicio a un inusitado tropel que dejaba boquiabiertos al resto de la vecindad.
Desde antes de clarear el sol y tal vez desde días antes, el Viejo había dado inicio al trasiego de provisiones, viandas y demás comestibles que habrían de ser transportados en el viaje, como una forma de contribución con los gastos de la dilatada estadía que teníamos de frente. La colección de bebidas espirituosas de las marcas de preferencia no podía faltar y, para el camino, en un lugar seleccionado de la Línea Noroeste, nos esperaba una amplia selección de chivos, gallinas, víveres y otros complementos culinarios que bajo ningún concepto podían faltar en las fiestas de la numerosa parentela de los Reyes y los Jiménez.
Al filo de la tardecita y después de un extenso recorrido surcado de brincos, sobresaltos, innúmeras paradas y compartiendo el apretujado espacio del vehículo con el sofocante calor haciendo sentir la presencia del calcinante sol liniero en toda la extensión del territorio, arribábamos a Pueblo Nuevo, precedidos de una inmensa polvareda que, antes que amilanar a los contertulios que esperaban ansiosos la llegada, contribuía con alertar a los más morosos, conminándoles a acercarse, jubilosos, a la casa de la Vieja, para prodigar el afectuoso saludo a Papasito y su bulliciosa prole, quienes llegábamos con pilas nuevas a sumarnos a la festividad.
Esos tiempos, esas añoranzas y la carga emocional que envuelve este andamiaje familiar ha sido parte de las creencias, hábitos y nostalgias, en el curso de mi vida. He hablado de ello en innúmeras ocasiones y en el espíritu de mis escritos puede entreverse el papel determinante que estas incidencias han jugado en la vida y desarrollo emocional del suscrito.
Pero, hay cosas que nunca dije. En el inmenso fardo de enseñanzas que heredé de mis abuelos -y de mi padre en particular-, conservé, solo para mi, algunas lecciones de vida que hoy quiero confiarles, porque constituyen parte del legado que aspiro dejar a mis hijos, y de manera especial a los varones, por razones que solo ellos entenderán.
Siendo, como lo fui, el primogénito de Sergio Antonio -y el único concebido en unión de Cornelia-, disfruté de una condición especial, difícil de entrever en aquellos años, dada mi corta edad, pero que Vitalina se encargó, muy a su manera, de mantenerla a flote y de manera ostensible en el trato frente a mi Padre, mis otros hermanos y demás miembros de la familia Reyes Jiménez.
Recuerdo con profundo aprecio y veneración aquellos viajes y encuentros familiares en los que participaba, junto a mi padre y hermanos, en completa armonía con el resto de la familia en los predios de la frontera, disfrutando del calor familiar y gozando de las cosas simples de la vida, que en ese entonces –y todavía- sigue siendo lo más determinante en el discurrir de mis días.
En pasando el tiempo, hubo un día que ha quedado marcado a sangre y fuego en mis recuerdos en que Papasito me encaró -con la circunspección que le acompañaba cuando abordaba asuntos de extrema seriedad-, y me refirió, a su manera y empleando sus palabras, la Parábola del Puente.
Al decir de Papasito, los Padres cuyos hijos superan la edad de la adolescencia deben manejarse frente a estos de la siguiente manera:
Los puentes, como todas las obras de esta naturaleza, tienen dos bases, una en cada orilla del rio o en cada extremo del farallón o barranca que les sirve de base. Al hacer uso de la estructura, el transeúnte debe encaminar sus pasos desde un extremo hasta el otro distante, trasladándose en ambas direcciones según el interés que motorice su andar.
Cuando los hijos se encuentran en edad temprana, corresponde a los padres tomar la iniciativa, caminar en dirección a ellos, buscarles, prodigarles cariño y proveerles en sus necesidades. Andando el tiempo, más que proveedores de necesidades y suplidores de alimentos, los padres deben ocuparse de las cosas del espíritu y la educación así como de inculcar en sus vástagos el consejo sano y el ejemplo adecuado, que contribuya con su formación emocional, moral y familiar.
En esta etapa de la vida, el puente comienza a destacarse como una estructura que funciona en doble sentido, en la que tanto los hijos como los padres tienen el deber y la obligación de dar un paso al frente, tantas veces como sea necesario, en aras de compartir con la otra parte y continuar el afianzamiento del afecto y el calor familiar.
De no lograrse una buena enseñanza en esta etapa de la vida, muy difícilmente pueda obtenerse resultados positivos con el paso de los años, al producirse el cambio de página y cuando llegue, con el cambio generacional, el momento en que sean los viejos quienes necesiten el transito ágil y dispuesto de los hijos, cruzando el puente en dirección hacia ellos, transportando el caudal de cariño y aprecio que haya sido implantado en su corazón.
Confieso que, en el trato con mi Padre y en los momentos en que pude disfrutar de su presencia, siempre tuve motivos de sobra para prodigarle aprecio y solidaridad. La vida no me dio tiempo suficiente para demostrarle cuánto cariño y agradecimiento le profesaba pero desde el mismo día de su partida me hice la fiel promesa de disponer los mayores esfuerzos para dedicar a mi prole los caudales de amor y dedicación que todo hijo merece y necesita de parte de sus padres.
A la fecha, no estoy seguro de haber cumplido a cabalidad esa enjundiosa tarea. El tiempo y el destino darán las respuestas adecuadas a esta inquietante disyuntiva.
Sin embargo, mientras llega el momento de sopesar estas inquietudes y habida cuenta del paso irreversible de los años, me encuentro de pie, en mi extremo del puente, esperando conocer el resultado de la cosecha que sembré en el curso de mi vida. En cuanto a las hembras, no albergo dudas sobre lo que ha sido la cosecha. Sin embargo, en el caso de mis hijos, me dominan pesarosas inquietudes que agobian mi presente y arrojan sombras que quisiera despejar, antes de que llegue el momento decisivo del encuentro con la Parca.
Ya lo dijo Sergio Antonio: el puente de la vida tiene dos extremos y carriles de doble vía.
A mis 62 años, entiendo que he demostrado de manera fehaciente la disposición de atravesar la estructura cuantas veces fuese necesario: Con mis hijos a cuestas, tomados de las manos y luego junto a ellos, vigilando su paso seguro por la senda de la vida.
Hoy, que mis pisadas no son tan seguras, me consuela saber que Ellos sabrán sacar a flote aquello que de seguro corre por sus venas y que, en su momento, honrarán el legado de mis apellidos y cuanto pude enseñarles, para usarlo en su vida diaria, en apoyo de sus madres y de sus hermanas.
Solo albergo esa ilusión, en este recuento de navidad en que la magia de la nostalgia me ha trasladado a los días en que viajaba hacia la campiña de Dajabón, rodeado por los brazos cálidos de mi Padre y en busca del cariño inconmensurable de los abuelos y la gran familia fronteriza de Los Reyes y los Jiménez. [Sergio Reyes II]